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En manos de los jueces

3 enero 2015

Adelanto mi respeto y acatamiento a todas las decisiones judiciales; pero ese respeto y ese acatamiento no implican compartirlas siempre. Estamos en manos de los jueces, y esa realidad en un Estado de Derecho supone una garantía, pero España es un país -no me consta que el único pero aquí sí ocurre- en el que cuando un ciudadano se ve ante un juez por un asunto más o menos delicado, lo primero que pregunta a su abogado es “¿Quién es el juez?”, “¿Qué juez nos ha tocado?”  El españolito de a pie malicia que el resultado de su litigio dependerá del juez, de sus ideas, de sus actitudes personales, aparte de las razones legales. No será así (no quiero creerlo), pero  muchos usuarios de la Justicia, que es un servicio esencial, así lo creen.

Se decía que los jueces sólo opinaban a través de sus sentencias. Desde que aparecieron los llamados “jueces estrella” el dicho ha caído en desuso. Los jueces opinan y a algunos les gusta más aparecer en los medios de comunicación de lo que sería conveniente y prudente. No es ningún secreto que los ciudadanos piensan, con razón o sin ella, que no pocas veces quienes tienen la alta responsabilidad de sentenciar se dejan influir por la opinión publicada. Hay casos sonoros que parecen avalarlo.

Algunas sentencias y decisiones sobre casos referidos a medidas de las Administraciones  públicas incluyen argumentos que no son estrictamente jurídicos, sino que van más allá. Por ejemplo, la célebre decisión de prolongar, al parecer “sine die”, el bloqueo del proceso de externalización de servicios en ciertos hospitales de la Comunidad de Madrid. No se sentenciaba sobre el fondo de la cuestión pero se paralizaba de nuevo el proceso haciéndolo, de hecho, inviable, y el Tribunal opinaba sobre si era bueno o malo desde el punto de vista de la  Hacienda, asunto que en todo caso compete a los órganos del Ejecutivo Autonómico que son quienes han de dar cuenta de su gestión a los ciudadanos, que lo refrendarán o no con sus votos. Máxime cuando esa fórmula ya venía empleándose desde hace años en varios hospitales de la Comunidad de Madrid, a plena satisfacción de los usuarios, y en otras Comunidades  Autónomas. Reitero que respeto esa decisión judicial que, además, queda ya atrás; la propia Comunidad de Madrid decidió dar carpetazo a la externalización de aquellos servicios hospitalarios.

Podrían recordarse numerosos ejemplos, pero me referiré a uno actualísimo. El español de origen magrebí Jamel Herradi, que el pasado viernes día 2 amenazó con explosionar un artefacto en un tren en la estación de Atocha, al grito de “¡Por Alá me suicido¡” haciendo cundir el pánico, provocando cuatro heridos por fortuna leves, y activando la circular 50 del protocolo antiterrorista, ha sido puesto en libertad por el juez, sin medida cautelar alguna, con la imputación de desórdenes públicos. Herradi se encuentra en tratamiento psiquiátrico desde 2013, y tiene un antecedente reciente por amenazas y violencia de género, con orden de alejamiento.

Como respuesta a la por fortuna no confirmada amenaza terrorista fueron desalojados la estación y los trenes de AVE y Cercanías, se cortó al tráfico la glorieta de Atocha, se desviaron los autobuses y el Metro, se  movilizaron los servicios de emergencias, y los especialistas en desactivación de explosivos, Tedax, comprobaron que no había materiales peligrosos. Es obvio que todo ello produjo innumerables incomodidades, sin duda alguna con consecuencias, en muchos ciudadanos que no pudieron cumplir sus planes. Está ya en la calle un maltratador, con orden de alejamiento, y además en tratamiento psiquiátrico. Sin medida cautelar alguna. ¿Cuándo y dónde repetirá su actuación? ¿Está en riesgo la vida de la mujer a la que maltrató? ¿Quién garantiza el pago del cuantioso dinero público que generó la activación de la circular 50 del protocolo antiterrorista?

No hace tanto tiempo, a mediados de diciembre, trece magistrados del Tribunal Supremo, dirigieron un escrito a su Presidente y del Poder Judicial, Carlos Lesmes, manifestando su desazón por unas declaraciones periodísticas del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, en las que consideraba “lamentables” las excarcelaciones de etarras, entre ellos el sanguinario Santi Potros.  Esas afirmaciones pudieron ser oportunas o  no, pero los magistrados firmantes del escrito consideraron que este tipo de declaraciones “provocan falta de confianza en las instituciones”. Desgraciadamente, según no pocos ciudadanos, la confianza en las instituciones no atraviesa su mejor momento, responda o no esa percepción a la realidad.

Rafael Catalá, ministro de Justicia, defendió que el titular de Interior fue “absolutamente respetuoso” en sus declaraciones sobre las excarcelaciones de etarras por la Audiencia Nacional, y se refirió al derecho a la libertad de expresión de los miembros del Gobierno, dentro del “respeto a la división de poderes” establecida por la Constitución. Catalá añadió que, a su juicio, esas decisiones judiciales “fueron comentadas desde la política” y deseó del Tribunal Supremo una doctrina “común” que impida que existan “resultados paradójicos” en relación con las excarcelaciones de etarras a raíz del acuerdo marco europeo que permite descontar a los presos españoles las penas que hayan cumplido en otros países de la UE. No me consta, por eso no insisto en ello, si ese “permitir” equivale en este caso a un mandato o sólo a una posibilidad que ha de decidirse en cada situación. En definitiva si ha de convertirse o no en un coladero generalizado.

Resulta curioso que los miembros de un Gobierno, de  cualquier Gobierno, pudieran ser los únicos ciudadanos que no gocen del derecho a la libertad de expresión. Puede decirse, que en cierto modo y en ese aspecto, el país está enfermo. Todos recordamos que ha habido jueces que consideraron que unos energúmenos que insultan al Rey o queman su fotografía están amparados por el derecho a la libertad de expresión, y no pasa nada, mientras quienes discrepan de determinadas decisiones judiciales, aunque las respeten y acaten, por más que puedan escandalizar a muchos ciudadanos, no gozan de ese derecho.

Estamos en manos de los jueces, más propiamente dicho: de la Ley, y dentro de la división de poderes, es lo  deseable y normal.  Pero el factor humano cuenta. Para bien y para mal.  No invento nada; es lo que piensa el ciudadano de la calle. Y lo escribo desde mi sacrosanta libertad de expresión. Faltaría más.

Sobre sentencias y opiniones

8 febrero 2014

Estaba  generalmente admitido que los jueces hablan sólo a través de sus sentencias. Al Ejercito le llamaron en la Francia de hace más de un siglo el “gran mudo”, y pareció que la Justicia era también una gran muda, además de ser ciega y por ello se la representa con una venda sobre los ojos. Eran otros tiempos. Luego aparecieron las filtraciones incontroladas de los sumarios, incluso de los declarados secretos, cuyo origen nadie investiga ni esclarece. Son recibidas con naturalidad; todo el mundo espera que un informe en la instrucción de un sumario se filtre. Y paralelamente aparecieron los llamados jueces estrella que, a mi juicio, han acabado dañando la imagen de la Justicia. La historiografía enseña que  el mayor daño a la Justicia suele producirse en las revoluciones, periodos excepcionales en los que una supuesta “justicia popular” se hace desde la guillotina o el paredón. Aún no había jueces estrella, que suelen largarlo casi todo y a veces parece que les atraen más los micros y las cámaras que al ocasional compañero sentimental de alguna famosa o famosilla.

Vivimos la sorpresa de ciertas sentencias que son recibidas con el consabido “se respetan pero no se comparten”. En el texto de esas decisiones judiciales se incorporan consideraciones políticas y sociales, quiero pensar que sólo porque reflejan opiniones personales de los magistrados ponentes o firmantes aunque surten su efecto. A menudo  el cuerpo legal aplicable se evapora entre estas opiniones.

Es el caso de la decisión -no quiero pensar que influida por la movilización a las puerta del Tribunal mientras la Sala se reunía- del Tribunal Superior de Justicia de Madrid en relación con la proyectada externalización de la gestión de varios hospitales de la Comunidad de Madrid. Hay antecedentes, y numerosos, no sólo en otros Estados de la Unión Europea, sino también en otras Comunidades Autónomas españolas, como Andalucía, Asturias o Cataluña. En la propia Comunidad de Madrid cuatro hospitales se gestionan desde hace años con este sistema a plena satisfacción de pacientes y personal. Sin embargo, los jueces entendieron que debían mantener la suspensión cautelar de la medida, después de casi un año, incluyendo en su auto consideraciones ajenas a lo que podría entenderse como apelación a la norma ya que se aducía, entre otros argumentos, un hipotético riesgo a la hacienda de la Comunidad, consideración que en todo caso correspondería evaluar al Gobierno regional legítimo que recibió apoyo más que suficiente de los electores para tomar las decisiones que le son propias y esperar el veredicto  de los ciudadanos sobre su gestión en los siguientes comicios. No hay que remontarse a Montequieu. El Gobierno gobierna, el Parlamento legisla y los jueces imparten la Justicia. Una responsabilidad imparcial; incolora, inodora e insípida como el agua.

La inmediata renuncia al proyecto de externalización decidida por el Gobierno de la Comunidad no se debió a las “mareas” provocadas por intereses partidistas y corporativos, ni al aderezo esperpéntico de Tomás Gómez y sus palmeros, que no habían cambiado durante meses la voluntad de hacer asumible la Sanidad madrileña mediante esa fórmula, estrictamente legal, sino a la decisión judicial que, sin entrar en el fondo de la cuestión durante un largo periodo de tiempo, al mantener la suspensión cautelar del proyecto prolongaba una situación ya insostenible y, eso sí, en perjuicio real, y no hipotético, de la hacienda  de la Comunidad y de los intereses ciudadanos. Hay cuestiones en las que ganar tiempo es perderlo. Otra vez: respeto la sentencia pero no la comparto.

La por ahora última sentencia sorprendente legaliza el acoso, y reconoce la calle como “propiedad” de quien la toma sin permiso ni notificación preceptiva alguna. Otra sentencia recibida por muchos con el “se respeta pero no se comparte”. Según la ponente, Isabel Valldecabres, los acosos de ciudadanos en sus domicilios son  “mecanismos ordinarios de participación democrática de la sociedad civil y expresión del pluralismo”. Se refiere a un hecho concreto: el acoso a la vicepresidenta del Gobierno, Soraya Sáenz de Santamaría, y a su familia en su domicilio, acorralados por unos centenares de vociferante. Soportaron agresiones verbales de grueso calibre. Con esta sentencia cualquiera podrá ejercer su “participación democrática” desde el grito, la pancarta y la violencia verbal, atemorizando en sus casas no sólo a políticos sino a cualquier ciudadano cuyas actitudes u opiniones  incomoden a algún colectivo, y de paso a sus familias y a sus vecinos. ¿Es esto violencia? Para los jueces, no.

La ponente, señora Valldecabres, autora de tal doctrina, fue asesora de ministros socialistas de Justicia: Belloch, López Aguilar… y de la inolvidable Bibiana Aído. Esta jurista, que no sé si llegó a la judicatura por oposición o accedió por el llamado “cuarto turno”, denunció en su día con contundencia las “cartas insultantes y vejatorias” recibidas por la ministra que ella asesoraba y las concentraciones vecinales en su pueblo aunque Aído no estaba allí, porque  nunca así “se había atacado a un ministro del Gobierno de España”. La cuestión está en adivinar si la señora Valldecabres hubiese sentenciado lo mismo en el caso de que la acosada hubiera sido la vicepresidente María Teresa Fernández de la Vega en los tiempos de su feliz protagonismo gubernamental. Otra incógnita es saber con qué comprensión recibirían la ponente  y los otros jueces firmantes de la sentencia si, lo que obviamente no es deseable,  padeciesen, ellos y sus familias, y sus vecinos, un acoso similar en sus domicilios como  “mecanismo ordinario de participación democrática de la sociedad civil y expresión del pluralismo” de unos centenares de ciudadanos ruidosos.  De  nuevo: respeto la sentencia pero no la comparto.

Suplantar con el griterío y la algarada en la calle la voluntad popular expresada en las unas, que es la voz de la democracia en un Estado de Derecho, es un disparate, y que haya partidos políticos que no lo condenan y lo asumen como algo natural es un despropósito mayor. A menudo esas movilizaciones van unidas a violencias, incendios  y daños a propiedades, como últimamente en el barrio burgalés de Gamonal o en Alcorcón.

Vivimos tiempos de reforma, y una reforma que no gustará a sus señorías los jueces pero que se me antoja urgente es que aquel miembro de la carrera judicial que opte por aceptar una responsabilidad política no pueda regresar al independiente e imparcial ejercicio de instruir sumarios y dictar sentencias. Resulta inevitable que esa independencia e imparcialidad, aunque pudiera no resentirse merced a la titánica voluntad de sus protagonistas, siempre estará bajo la sospecha de los ciudadanos. Los miembros de la Fuerzas Armadas que entran en política quedan fuera de la carrera militar; por igual motivo, o más justificado, el mismo tratamiento debería aplicarse a los jueces.

Y no sólo hay sentencias sorprendentes. La Justicia se enfrenta a otro grave escollo: el pertinaz incumplimiento de las sentencias por parte de la Generalidad de Cataluña, que no se priva de anunciar que no cumplirá las que no le gusten. Así ha ocurrido con pronunciamientos del Tribunal Constitucional, del Tribunal Supremo y del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña. Son pésimos ejemplos que nos acercan a la ley de la jungla; imaginémonos que proliferasen los ciudadanos que entendiesen las normas, y en consecuencia las sentencias, y en definitiva la legalidad, según su personal criterio. Nadie pagaría impuestos, nadie ajustaría su conducta al Derecho, y viviríamos en una falsa Arcadia feliz a costa de los ciudadanos honrados y cumplidores.

La complacencia de un buenismo suicida sólo conduce al agravamiento de los problemas, no a su solución. Si se hubiese atajado, con la ley en la mano, la primera consulta independentista en un ayuntamiento catalán, no estaríamos ahora envueltos en la pesadilla del “derecho a decidir” ni tendría fecha una fantasmagórica consulta soberanista. Hacer cumplir la legalidad en la primera ocasión en que se vulnera evita males mayores. Ahí tenemos la anunciada utilización de los censos municipales para elaborar el censo electoral de la ilegal consulta. Que yo sepa no se ha atajado esta proclamada ilegalidad. No tomar decisiones a su tiempo supone, casi siempre, tener que tomarlas a destiempo y más dolorosas. Padecemos la reiterada amenaza de un “choque de trenes” y probablemente lo responsable y lo correcto hubiese sido mantener el tren no constitucional en las cocheras. Es esperpéntico que quien ostenta, como Presidente, la “representación ordinaria del Estado en su Comunidad” se convierta en ariete frente al Estado y su Constitución.

La galopante judicialización de la política se ha deslizado, y puede deslizarse más aún, hacia sentencias que incorporen valoraciones políticas y sociales, no meramente jurídicas, y esas opiniones personales, por muy respetables que sean, desorientan a los ciudadanos y, en definitiva, sobran. Deseo que la baja consideración que, según las encuestas, tiene el españolito de a pie de los políticos no se traslade a los jueces más de lo que lo ha hecho hasta ahora. La fe en la independencia e imparcialidad de la Justicia es manifiestamente mejorable. El Consejo General del Poder Judicial tiene mucho que decir. Ya lo ha dicho en el caso del juez Elpidio Silva, presunto sospechoso de llevar su inquina personal más allá de la ley, pero debemos reconocer que en ese camino el Gobierno de los Jueces tiene mucho tajo. Y es obvio que todo lo anterior queda escrito con el respeto que merecen quienes sirven con rigor, imparcialidad y sin dejarse impresionar por presiones la alta e independiente responsabilidad de impartir Justicia, que son la inmensa mayoría de los jueces.

 

La justicia y la política

26 diciembre 2013

La judicialización de la política es una creciente tendencia de la izquierda y sobre todo del PSOE. Esa práctica en el Partido Popular ha sido mínima y cuando se ha producido ha desembocado en campañas feroces de la oposición; recordemos el recurso del Estatuto de Cataluña ante el Tribunal Constitucional.

Lo he recordado al menos en otra ocasión. Desde que gobierna Rajoy los socialistas han recurrido ante el Tribunal Constitucional alrededor de quince leyes; la primera a las pocas semanas de formarse el Gobierno.  Además, aparte de los casos ante el Tribunal Constitucional, numerosas decisiones de Gobiernos Autonómicos y Ayuntamientos  han recabado en los juzgados. A menudo los jueces están suplantando, en cierto modo, al poder ejecutivo elegido en las urnas. No es insólito que las sentencias, además de argumentos jurídicos, recojan argumentos subjetivos, extrajurídicos, de modo que se producen sentencias contradictorias sobre una misma norma. Incluso, por ejemplo, en la decisión de unir varios procedimientos similares en un mismo juzgado o sala, el criterio judicial es recurrido y los propios jueces son coaccionados por el político de turno cuando sentencian en contra de los intereses partidistas.

Nos inundan los llamados jueces mediáticos proclives a manifestarse en los medios de comunicación, cuando lo normal, lo lógico y lo profesional debería ser que los jueces se manifestasen a través de sus sentencias. Si a estas anomalías se añaden los continuos  ejemplos de incumplimiento de sentencias del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, los anuncios de alguna Comunidad Autónoma de que no acatará determinadas leyes antes incluso de haberse iniciado  su debate en el Parlamento, el acoso de ciertos políticos y colectivos a los jueces que no les dan la razón, y la persistente percepción que tiene el ciudadano de que la cercanía ideológica de los jueces a unos u otros partidos puede condicionar sus sentencias, hemos de convenir que la situación en general no es halagüeña. En España no es extraño que un  ciudadano que recurre a los tribunales en un asunto sensible pregunte a su abogado: “¿Por qué lado se mueve este juez?”. El lado por el que se mueva el juez, si es zurdo o diestro, debería ser indiferente cuando se trata de impartir justicia.

El nuevo presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Lesmes, ha puesto el dedo en la herida refiriéndose a una sentencia concreta, pero el valor de sus palabras va más allá de un caso determinado y su interpretación tiene alcance general. Lesmes ha dicho que es preciso encontrar “un equilibrio prudente entre lo que puede y no puede controlar el juez” para no caer “en la concepción utópica de que el juez tiene el poder de ejercer un control ilimitado sobre el contenido de todas las decisiones que adoptan los demás poderes constitucionales”. En opinión del presidente del Tribunal Supremo el juez no puede “invadir el espacio reservado a la decisión política, aunque ésta no les guste o venga precedida o provoque una gran alarma social”.

El jurista lleva su criterio más allá: “El respeto y la salvaguarda del principio de división de poderes supone aceptar una serie de limitaciones al acto judicial de control consistentes en atender a la función constitucional que a cada poder le incumbe”, y “existirá, sin duda, un control social y político (parlamentario) de estos actos políticos, pero el control judicial sólo puede fundarse en infracciones del ordenamiento jurídico, no en criterios extrajurídicos, pues de hacerlo así incurrirá en exceso de poder o exceso de jurisdicción”. Queda muy claro el papel de los tres poderes: ejecutivo, legislativo y judicial, sin mezcla ni confusión entre ellos que sea asumible en un Estado de Derecho.

En la senda que inició Garzón, cuya ideología y sus servicios a ella no son ningún misterio, han aparecido diversos jueces estrella que actúan desde una estrategia que se diría diseñada al milímetro, ya que sus actuaciones y las filtraciones correspondientes, aventadas por quien sea, que el origen casi nunca llega a conocerse, responden a momentos en los que cada paso en la instrucción adquiere especial relevancia y ruido mediático. El juez Garzón pasó de ser juez estrella a ser juez estrellado, y su peripecia judicial fue manipulada, falseada y ocultada en parte, ya que las movilizaciones y actos en su apoyo de sectores de la izquierda, tras ratificar el Consejo General del Poder Judicial su expulsión de la carrera por 20 votos de 21, ocultaban los motivos de la acusación, que eran varios y graves, simplificándolos en que con su alejamiento se quería impedir la investigación de los crímenes del franquismo, lo que no era en absoluto cierto. Por otra parte, la práctica de ordenar escuchas entre acusados y sus abogados, produciendo indefensión, no era la primera vez que la empleaba Garzón.

En esa deriva de judicialización de la política hay que añadir como último episodio el anuncio de Susana Díaz, presidenta de la Junta de Andalucía, de que recurrirá ante el Tribunal Constitucional el anteproyecto de Ley Orgánica para la Protección de la Vida del Concebido y de los Derechos de la Mujer Embarazada, que es el título de la que vulgarmente conocemos como nueva ley del aborto. Es un anteproyecto, no ha llegado al Parlamento, y la sobreactuación de Rubalcaba y su entorno no es razonable y supone un desprecio a la institución en que reside la soberanía nacional. En vez de repetir  un viejo catón la izquierda debería explicar la razón que lleva a considerar progresista la defensa del aborto y de extrema derecha la defensa de la vida.

Resulta que Rubalcaba acusa al Gobierno de Rajoy de no cumplir su programa (debido, por cierto, a cómo dejaron los socialistas el país), y cuando lo cumple se encabrita. Zapatero no llevaba en su programa la llamada ley de memoria histórica, un bodrio hasta en su propia contradicción conceptual, y ahí está aún sin derogar.

El débil líder del PSOE se ha metido en un jardín al anunciar que llevará al Parlamento Europeo la defensa del derecho de la mujer a abortar libremente. O le han informado mal o juega de farol. El ministro de Justicia se lo ha recordado al referirse a que no hace quince días, el 12 de diciembre, el Parlamento Europeo ya votó una propuesta en ese sentido presentada por una diputada socialista portuguesa y fue ampliamente derrotada. Los socialistas están en minoría también en Europa, y Rubalcaba parece ignorar ese detalle.

El Gobierno ha actuado en esta ocasión con una estrategia ofensiva, no defensiva. El mismo día del Consejo de Ministros que aprobó el anteproyecto de la Ley, viernes pasado, decidió “internacionalizar” el debate sobre la reforma de la ley del aborto para que muchos países europeos revisen sus legislaciones, y con ese fin promoverá  un debate en el Parlamento Europeo en el que se explique el reconocimiento del nasciturus como bien jurídico y cómo sus derechos han de equilibrarse a los de la mujer embarazada. En la defensa de la reforma que el Gobierno quiere hacer en Europa destacará como novedad el hecho de que en ningún caso se castigará penalmente la conducta de la mujer. Ruiz-Gallardón confirmó que será el Grupo Parlamentario Popular Europeo el que se encargará de abrir el debate y el objetivo es que se visualice en Europa la minoría en la que se encuentran los socialistas en este asunto.

España está vinculada por la Convención de la ONU que señala en su artículo 10 que “los Estados parte reafirman el derecho inherente a la vida de todos los seres humanos y adoptarán todas las medidas necesarias para garantizar el goce efectivo de ese derecho por las personas con discapacidad en igualdad de condiciones con las demás”, lo que recoge el anteproyecto de ley enviado por el Gobierno al Congreso de los Diputados.

Considerar el aborto como un exclusivo derecho de la mujer es un disparate. El lema “Mi cuerpo es mío, yo decido” olvida que en ese cuerpo crece otro. Un ser indefenso que no ha pedido estar allí, pero que está allí. ¿Es que estas mujeres no han visto una ecografía? Es  tan delirante como aquella afirmación de Bibiana Aído: “Para mí un feto de trece semanas es un ser vivo, claro, pero no podemos hablar de ser humano porque no tiene ninguna base científica”. ¿Y en qué semana, según Aído, pasa el feto de ser vivo a ser humano? La que no tiene ninguna base ni científica ni humanística es ella; habría que jurar que un personaje capaz de tal juicio se ha sentado a la mesa del Consejo de Ministros de esta vieja nación nuestra, y aun así muchos lo dudarían. Una de los caprichos de Zapatero.

Rubalcaba y sus mariachis lo tienen crudo en el Parlamento Europeo y el anunciado recurso de Susana Díaz zozobrará en el Tribunal Constitucional. Es insólito que se proponga recurrir un texto que hoy por hoy no es más que un anteproyecto; su anuncio viene avalado por los muchos años que tardó Susana Díaz en cursar la carrera de Derecho. El recurso sólo aumentará el número de asuntos presentados por los socialistas y será un ejemplo más de judicialización de la política.

Montesquieu no ha muerto, en contra de la célebre  declaración de Alfonso Guerra, y la separación de poderes es una premisa del Estado de Derecho. La invasión de un poder por otro es una aberración. Lo es cuando el poder ejecutivo invade o trata de condicionar al poder judicial, y cuando el poder judicial suplanta al poder ejecutivo. Las opiniones de Carlos Lesmes son por ello relevantes y merecen una profunda reflexión de quien corresponda.

PD.- ¿Alguien se ha detenido a valorar el silencio de Rosa Díez sobre esta nueva ley  del aborto? Dijo a media voz que no era partidaria. Luego mutis. No quiere manifestarse porque aun piensa engañar a votantes de la derecha que no se han percatado todavía de que UPyD es la marca blanca del PSOE. Su arma es la indefinición en lo que no le conviene mojarse. Y los continuos abandonos de dirigentes y agrupaciones enteras de su partido apenas reciben unas líneas perdidas en los periódicos. Qué habilidad.