Adelanto mi respeto y acatamiento a todas las decisiones judiciales; pero ese respeto y ese acatamiento no implican compartirlas siempre. Estamos en manos de los jueces, y esa realidad en un Estado de Derecho supone una garantía, pero España es un país -no me consta que el único pero aquí sí ocurre- en el que cuando un ciudadano se ve ante un juez por un asunto más o menos delicado, lo primero que pregunta a su abogado es “¿Quién es el juez?”, “¿Qué juez nos ha tocado?” El españolito de a pie malicia que el resultado de su litigio dependerá del juez, de sus ideas, de sus actitudes personales, aparte de las razones legales. No será así (no quiero creerlo), pero muchos usuarios de la Justicia, que es un servicio esencial, así lo creen.
Se decía que los jueces sólo opinaban a través de sus sentencias. Desde que aparecieron los llamados “jueces estrella” el dicho ha caído en desuso. Los jueces opinan y a algunos les gusta más aparecer en los medios de comunicación de lo que sería conveniente y prudente. No es ningún secreto que los ciudadanos piensan, con razón o sin ella, que no pocas veces quienes tienen la alta responsabilidad de sentenciar se dejan influir por la opinión publicada. Hay casos sonoros que parecen avalarlo.
Algunas sentencias y decisiones sobre casos referidos a medidas de las Administraciones públicas incluyen argumentos que no son estrictamente jurídicos, sino que van más allá. Por ejemplo, la célebre decisión de prolongar, al parecer “sine die”, el bloqueo del proceso de externalización de servicios en ciertos hospitales de la Comunidad de Madrid. No se sentenciaba sobre el fondo de la cuestión pero se paralizaba de nuevo el proceso haciéndolo, de hecho, inviable, y el Tribunal opinaba sobre si era bueno o malo desde el punto de vista de la Hacienda, asunto que en todo caso compete a los órganos del Ejecutivo Autonómico que son quienes han de dar cuenta de su gestión a los ciudadanos, que lo refrendarán o no con sus votos. Máxime cuando esa fórmula ya venía empleándose desde hace años en varios hospitales de la Comunidad de Madrid, a plena satisfacción de los usuarios, y en otras Comunidades Autónomas. Reitero que respeto esa decisión judicial que, además, queda ya atrás; la propia Comunidad de Madrid decidió dar carpetazo a la externalización de aquellos servicios hospitalarios.
Podrían recordarse numerosos ejemplos, pero me referiré a uno actualísimo. El español de origen magrebí Jamel Herradi, que el pasado viernes día 2 amenazó con explosionar un artefacto en un tren en la estación de Atocha, al grito de “¡Por Alá me suicido¡” haciendo cundir el pánico, provocando cuatro heridos por fortuna leves, y activando la circular 50 del protocolo antiterrorista, ha sido puesto en libertad por el juez, sin medida cautelar alguna, con la imputación de desórdenes públicos. Herradi se encuentra en tratamiento psiquiátrico desde 2013, y tiene un antecedente reciente por amenazas y violencia de género, con orden de alejamiento.
Como respuesta a la por fortuna no confirmada amenaza terrorista fueron desalojados la estación y los trenes de AVE y Cercanías, se cortó al tráfico la glorieta de Atocha, se desviaron los autobuses y el Metro, se movilizaron los servicios de emergencias, y los especialistas en desactivación de explosivos, Tedax, comprobaron que no había materiales peligrosos. Es obvio que todo ello produjo innumerables incomodidades, sin duda alguna con consecuencias, en muchos ciudadanos que no pudieron cumplir sus planes. Está ya en la calle un maltratador, con orden de alejamiento, y además en tratamiento psiquiátrico. Sin medida cautelar alguna. ¿Cuándo y dónde repetirá su actuación? ¿Está en riesgo la vida de la mujer a la que maltrató? ¿Quién garantiza el pago del cuantioso dinero público que generó la activación de la circular 50 del protocolo antiterrorista?
No hace tanto tiempo, a mediados de diciembre, trece magistrados del Tribunal Supremo, dirigieron un escrito a su Presidente y del Poder Judicial, Carlos Lesmes, manifestando su desazón por unas declaraciones periodísticas del ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, en las que consideraba “lamentables” las excarcelaciones de etarras, entre ellos el sanguinario Santi Potros. Esas afirmaciones pudieron ser oportunas o no, pero los magistrados firmantes del escrito consideraron que este tipo de declaraciones “provocan falta de confianza en las instituciones”. Desgraciadamente, según no pocos ciudadanos, la confianza en las instituciones no atraviesa su mejor momento, responda o no esa percepción a la realidad.
Rafael Catalá, ministro de Justicia, defendió que el titular de Interior fue “absolutamente respetuoso” en sus declaraciones sobre las excarcelaciones de etarras por la Audiencia Nacional, y se refirió al derecho a la libertad de expresión de los miembros del Gobierno, dentro del “respeto a la división de poderes” establecida por la Constitución. Catalá añadió que, a su juicio, esas decisiones judiciales “fueron comentadas desde la política” y deseó del Tribunal Supremo una doctrina “común” que impida que existan “resultados paradójicos” en relación con las excarcelaciones de etarras a raíz del acuerdo marco europeo que permite descontar a los presos españoles las penas que hayan cumplido en otros países de la UE. No me consta, por eso no insisto en ello, si ese “permitir” equivale en este caso a un mandato o sólo a una posibilidad que ha de decidirse en cada situación. En definitiva si ha de convertirse o no en un coladero generalizado.
Resulta curioso que los miembros de un Gobierno, de cualquier Gobierno, pudieran ser los únicos ciudadanos que no gocen del derecho a la libertad de expresión. Puede decirse, que en cierto modo y en ese aspecto, el país está enfermo. Todos recordamos que ha habido jueces que consideraron que unos energúmenos que insultan al Rey o queman su fotografía están amparados por el derecho a la libertad de expresión, y no pasa nada, mientras quienes discrepan de determinadas decisiones judiciales, aunque las respeten y acaten, por más que puedan escandalizar a muchos ciudadanos, no gozan de ese derecho.
Estamos en manos de los jueces, más propiamente dicho: de la Ley, y dentro de la división de poderes, es lo deseable y normal. Pero el factor humano cuenta. Para bien y para mal. No invento nada; es lo que piensa el ciudadano de la calle. Y lo escribo desde mi sacrosanta libertad de expresión. Faltaría más.