De Montesquieu a Garzón

Érase una vez que don Baltasar Garzón y don Mariano Bermejo gozaron de una jornada cinegética de fin de semana en la provincia de Jaén. Como nadie, ni siquiera un juez,  pidió las anotaciones del Registro de la Propiedad, no sabemos con certidumbre suficiente si la finca era del juez estrella, del ministro estrellado o de un amable benefactor. Sabemos, incluso, las numerosas piezas que cazaron, por lo visto un bóvido llamado muflón, pero la prolija crónica periodística no nos informa sobre la pieza principal de la que ambos hablaron antes del taco, en el taco y después del taco.

Para los no habituales al inmemorial arte de la caza, el taco es la merendola de los cazadores. Pues bien, Garzón y Bermejo hablaron antes del taco, en el taco y después del taco, de un volátil que no se da en Jaén: la gaviota. Depredadores ellos, trataron de cómo cazarla a la espera, desde puesto, y procurando, incluso, atarle la pata a un árbol para que el disparo fuese más facilón. En la fábula de su calentura, la cosa era acabar con la especie o diezmarla , de modo que resultase presa fácil para el buitre, una vez asustada y debilitada.

El buitre se alimenta, como es sabido, de carroña, y aunque se dice autosuficiente nunca le viene mal un alma caritativa que le facilite y le señale el alimento, de manera que el hermoso ejercicio de la búsqueda quede reducido al menester que en tauromaquía ejerce el puntillero; no participa en la gloria del festejo, pero el golpe seco  del verduguillo sobre el testuz es el definitivo acto en el coso. No en vano el verduguillo del descabello viene de la palabra verdugo. El del descabello vive en Ferraz, que es nombre de general, y le encanta que le señalen y le busquen las presas, que se las mareen, se las coloquen a punto, y él llega y !zas¡ Así le ponían las bolas del billar a Fernando VII para que no fallara una. Y, además, cuado las piezas son virtuales, le da igual.  Cada uno a lo suyo.

 Pero volvamos al Jaén de aquel conocido verso de Lope de Sosa. «Apriétales», decía uno mientras engullía una loncha de jamón ibérico en pan de pueblo. «Sí, porque si les aprieto son capaces de decir que todo lo había planeado Bush», contestaba el otro alzando con las dos manos un  porrón con rioja de buena marca que en tal recipiente se hacía más popular. Bueno, lo de popular es un decir. Y así, desde maitines a completas, ambos cazadores planeaban el fín de la lejana gaviota, ajena a tan malévola trama cinegética.

Si en un país democrático cualquiera, el que se prefiera entre nuestros socios en la Unión Europea, se hiciese realidad el cuento que acabo de contar al hipotético lector de este blog, el juez estrella y el ministro estrellado estarían descalificados públicamente y ya tendría alguien sobre la mesa un escrito de recusación. ¿Cómo es posible que en plena cacería mediática (el secreto de los sumarios es una línea perdida en no sé qué manual de Derecho que a menudo nadie respeta) el juez estrella y el ministro estrellado se permitan gozar de una jornada cinegética en amor y compaña y no pase nada?

Y mientras el juez estrella se solazaba entre muflones tan ricamente, sus  detenidos permanecían en los calabozos a la espera de que don Baltasar, agotadas sus cartucheras,  se personase para tomarles declaración. A él que le importa la zozobra de esos tipos y de su familias.  Por cierto ¿alguien se ha preguntado el motivo por el que este asunto se lleva en la Audiencia Nacional, que tiene su campo de acción limitado al terrorismo, y no en un juzgado ordinario? Ni la operación «Malaya» fue a la Audiencia Nacional.

La imágen de esa jornada en tierras de Jaén habrá estremecido en su tumba al  Señor de La Brède, más conocido por Barón de Montesquieu, ese que ya consideró muerto y bien muerto hace muchos años un vicepresidente del Gobierno  que respondía, casi siempre con insultos, al nombre de don Alfonso Guerra. ¿Recuerda el lector? Pues hay que reconocer ante los rostros alegres de esa cacería en Jaén que si Montesquieu no está muerto sí está mal enterrado.

La separación de poderes, la gran aportación de aquel precursor del liberalismo que fue Montesquieu, ha caído como un muflón más en la jornada cinegética del juez estrella y del ministro estrellado. El Poder Ejecutivo y el Poder Judicial juntitos, exponiéndose a  la más que fundada sospecha de estar manejando las ingenierías mediáticas, marcando los «tempos» convenientes a cada paso de una instrucción judicial, señalando las piezas sin el menor sonrojo. Y, sobre todo, haciéndolo así, con el descaro del aire libre, sin tapujos, porque son conscientes de que todo quedará en nada. Porque en la España de Zapatero siempre pasa nada porque siempre pasa todo. Y hay que echarse a temblar cuando no sabemos qué pasa, porque es que se prepara algo, y siempre con los mismos cazadores y con la misma pieza en el punto de mira.  

Esto sería simplemente una desvergüenza si tuviésemos a estas alturas capacidad para medir la desvergüenza, pero ese artilugio que bien pudiera llamarse  «desvergonzómetro» se nos desencajó y quemó por el uso cuando hubo que sacarlo del estuche en aquella jornada de reflexión del 13 de marzo de 2004, que seguramente recordará muy bien otro aficionado a las cacerías, el infatigable don Alfredo Rubalcaba. Aunque es más que probable que el hoy  ministro del Interior no quiera recordar su gran aportación dialéctica a la historia  de aquella jornada: «Los españoles no nos merecemos un Gobierno que nos mienta». Pues eso: que se lo lea antes del taco, en el taco y después del taco al Presidente Zapatero. Y que el juez Garzón, el estrella, le comunique al ministro Bermejo, el estrellado, y así olvida un ratito la protesta de los coleguis de don Baltasar, que se inhibe en alguna de las instrucciones que tiene entre manos. Porque sería lo honorable y lo honesto después del porrón de Jaén. Pero como no me voy a engañar a estas alturas el caso no es probable. Siempre pasa nada.